DE MEMORIA
- Lautaro
- 5 sept 2020
- 2 Min. de lectura

Ilustración de María José Gallego.
Esta tarde hacía calor, abrí la ventana esperando un poco de brisa, lo que significó escuchar carros y carros pasando. Yo quería ser diferente, escuchar The Smiths y leer un libro, pero no, mi obligación como adolescente era mirar mi celular. Pero, por supuesto, 0 mensajes, bueno, sin contar los del grupo de la familia y el spam de algunas apps. Nada de eso me detuvo, entré Instagram y en la historia de algún usuario deslicé hacia arriba para que un test de internet revelara mi personalidad. Como cosa rara este test tenía respuestas abiertas, iba a desistir, ya que no planeaba gastar mi preciado tiempo en tal estupidez, pero antes, leí la primera pregunta. “¿Qué te mantiene despierto por las noches?”. Quisiera que la respuesta fuera algo filosófico, tal vez existencialista o alguna teoría conspirativa de que nada es real, pero no. Es tan simple como que ella me mantiene despierto por las noches.
Estoy enfermo, tengo un virus que me hace delirar y libera cantidades muy altas de serotonina, en un nivel que crea comportamientos extraños en la persona y va deteriorando progresivamente el cerebro. Soy altamente contagioso, pero solo para algunas personas, ella es una de esas personas. Realmente estoy bien, gracias a la medicina de todos los días, pero eso no quita que todos piensen que soy un peligro para ella. Ya han pasado más de 100 días sin verla. No me sé su número, solo me sé su sonrisa de memoria y eso es lo que me mantiene despierto todas las noches.
Ahora bien, volviendo al test, nunca lo terminé. En cambio, y como es usual en mí, pensé y pensé y pensé y luego salir a dar unas vueltas a la manzana y de nuevo, pensé en esa maldita pregunta por consiguiente en ella. Di una vuelta, dos, tres, cuatro… hasta que paré en seco. Tenía que verla. Comencé a caminar, no sabía bien donde vivía ella, entonces busqué aquella panadería que aquella vez me contó que estaba al frente de su casa. Llegué y sencillamente no supe que hacer. No podía tocar la puerta, no podía hacer ruido, no la podía llamar y no tenía idea cuál era su ventana. Me senté en un costado de la casa para evitar que me vieran y esperé. No sé qué pretendía, pero no me iba a ir tan pronto y me satisfacía la idea de tenerla un poco más cerca. Bueno, también me mortificaba estar tan cerca y no poder ni verla ni decirle todo lo que no he podido decirle en estos meses. De repente abrieron la puerta, me asomé y la vi, sonreí, me miró y siguió caminando. Antes de poder lanzármele encima salió su madre detrás de ella, seguidamente su padre. Todos se subieron al carro y se fueron. Me miraste como disculpándote y yo con mi mirada te dije que te extraño. No diría que fue una visita inútil, tal vez una muestra de lo ilusos que somos cuando nos enamoramos. Bueno, por lo menos ahora me sé tu dirección y también me aprendí tus lágrimas de memoria.
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