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BAJO LA SOMBRA DE UN PUENTE

Ilustrado por Mariantonia Quintero Cruz


“¡Mono!, ¡Mono!”, insistía, sentado bajo la sombra de un árbol en la otra acera. “¡Mono!, mil pesitos, o mejor cinco mil, para el aliño”. “Esperá, mejor te compro algo en la tienda”, le dije.


Compré una bebida energética, un paquete de papas fritas y se lo entregué. Con una sonrisa forzada me dijo, “¡Gracias Mono!, pero pa´ la próxima mejor deme plata, ¿sí?, todo bien”. Sin más que decir, se marchó al río, en donde suele pasar la noche, bajo un puente blanco que, como a él, da refugio a otras personas. Sin duda es sedentario, pues su único hogar parece ser el puente blanco.


Pero no siempre fue así, su historia empieza desde que era solo un niño, en la zona más pobre y deprimida de toda la ciudad de Cali, el Jarillón del río Cauca.


Rodrigo Amado vivía en el Barrio de Navarro, cerca de la orilla del río Cali; sobre esa particular arena de color gris opaco en la que hay varias casas, la mayoría hechas de recursos muy básicos como piedras, pedazos de latón y tablones de madera. Todos estos, reciclados y encontrados en basureros. Su casa era la más grande en la zona de la orilla. En ella vivían cerca de tres familias, contando la de Rodrigo. Estas personas viven en constante peligro, ya que, si el río se llega a desbordar, habría una tragedia que afectaría a muchas familias de esa zona y aledañas.


La familia de Rodrigo no era tan numerosa comparada con otras familias de la zona, que oscilan entre cuatro y cinco hijos. En este caso, Rodrigo solo tenía dos hermanos. Su madre, Soyla Amado, era todo para él, pues dice quererla inmensamente, y está muy agradecido con ella. En cambio, de su padre no sabe mucho, pues, de hecho, Rodrigo no lo conoce, razón por la cual lleva el apellido materno.


Ni Rodrigo ni sus dos hermanos cuentan con una identificación o algún documento que certifique su edad, o al menos su existencia como ciudadano colombiano. Sin embargo, afirma tener 26 años, habiendo nacido en 1991. Al menos, eso afirma él.


Soyla Amado, madre de tres hijos, se ganaba la vida lavando ropa y, de vez en cuando, haciendo aseo en casas de mayor estrato. Sin embargo, cuando el dinero no alcanzaba, a Soyla no le quedaba más opción que prostituirse para sacar adelante a su familia. Aun así, a pesar de todos los esfuerzos de la señora Amado, Rodrigo no asistía al colegio. En cambio, se dedicaba a vagar por las calles y estar en casa de vez en cuando ayudando a su madre. Su relación con sus hermanos no era la mejor, pues Rodrigo no los consideraba como tales porque eran de otro padre. Sin embargo, como su madre le ordenaba, él trataba de mantener una sana relación con ellos, principalmente porque vivían todos en una misma habitación.

Pero todo cambió cuando un día Rodrigo abandonó su casa. Desconozco el motivo, pero sí sé de su larga travesía por varios lugares y antros de la ciudad, entre ellos algunas de las calles y ollas del barrio Sucre.


Rodrigo dice no haber consumido drogas, ni siquiera durante su paso por los antros en donde convivió con muchos otros habitantes de la calle, y drogadictos ya perdidos en el casi irremediable vicio.


“La vida en la calle es muy dura y peligrosa”, dice Rodrigo. Varias veces lo despojaron de sus ya escasas pertenencias, lo que lo hizo huir de los malos barrios y escapar hacia otro lugar que pareciera más seguro. Llegó a una calle con un semáforo en la que de vez en cuando daban algo de dinero y solían estacionar los carros en la acera. Esto permitió que Rodrigo tuviera varios trabajos, entre ellos cuidar carros y limpiar vidrios en los semáforos de la ciudad; incluso una vez intentó aprender a escupir fuego para presentarse en los semáforos, pero se quemó y abandonó de inmediato la idea.


En su recorrido por la ciudad, por recomendación de un viejo amigo, se decidió a buscar los “barrios de los ricos”, para así tener mejores oportunidades de conseguir dinero a partir de las limosnas. A veces los domingos lo dejaban cuidar carros en la iglesia de San Carlos Borromeo, ubicada en Normandía, pero una vez le robaron un espejo a un carro y lo culparon. Por esto no pudo volver a este lugar.


Como en Cali todas las calles tienen dueños que las explotan, bien sea cuidando carros o pidiendo limosna, Rodrigo empezó a buscar un lugar donde no tuviera tantos problemas con los demás que se dedicaban a lo mismo, y encontró que entre cuatro de la tarde y ocho de la noche, en las calles de Santa Teresita no tenía competencia alguna.


Rodrigo empezó así a encontrar al fin sustento económico, así que decidió de una vez por todas definir el lugar en donde pasaría sus noches, y en esa búsqueda encontró un puente blanco bastante favorable, que brinda sombra en los días soleados y resguardo en las noches frías. Así es como la vida de Rodrigo continúa a la orilla de un río.

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