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Ilustración: Samuel Fajardo
Ahí estaba mi mejor amigo, con una expresión de pánico; mis pantalones estaban empapados con la sangre de mis enemigos, al igual que su pelo castaño.
Cuando me dijo que saltáramos al zeppelín que acabábamos de ametrallar me pareció mejor idea que estrellarme en nuestro avión sin combustible. Me dijo:
- Si morimos, al menos tendremos unos segundos más de vida al caer.
Nos hicimos cargo del artillero de cola, el de la nariz ya estaba desparramado por la parte superior de la aeronave, pero sus paracaídas estaban en perfecto estado. Podríamos haber abandonado el dirigible en ese momento, pero me pareció interesante acabar con los artilleros que acabaron con nuestro escuadrón y a mi antiguo rival del campeonato de ajedrez de 1910, el capitán Alder Scheck. Había perdido contra él la última ronda del campeonato, el odio que sentía hacia él era enorme. Bajé por la escalera camino al puente (no es fácil bajar por una escalera ensangrentada en un zeppelín en llamas que cae lentamente a más de quinientos metros). Cuando entré al puente los cinco alemanes junto al capitán tardaron en reaccionar, tal vez porque soy alto rubio y de ojos azules, pero mi amigo cayó y les disparó a dos de ellos, al tercero le disparé yo; el cuarto, que solo tenía una pala, atravesó con ella la garganta de mi amigo, después de eso le disparé y el capitán, que estaba desarmado y solo tenía su fea cara como arma contra mí. Le partí el cuello y le susurré al oído: jaque mate