Ilustración de Elisa Hernández
Miraba con cautela todo lo que hacía, no me incomodaba pero me intimidaba. Sentía que iba a desvestirme con su mirada. Recuerdo como solía jugar a ver en los ojos a la gente para que se sintieran así. Él me ganó. Desde ese momento sentí que no podía concentrarme, tenía que estar ocupada para que no se diera cuenta de lo que tenía en mi mente, porque por ratos sentía que podía leer exactamente lo que pensaba, lo que sentía. Miraba mientras pelaba papas, no podía hacerlo peor porque era imposible. Se reía, volvía a mirarme y decía: “Yo tampoco sé pelar papas” y mientras yo pelaba una, él ya había acabado su tercera. Su intento de hacerme sentir no tan mal, había fallado. Las tragas secretas tienen un lunar en la punta final del ojo izquierdo, cocinan pasta y pescado muy rico, caminan contigo en la lluvia diciendo: “Sofía estás loca”, vive lejos, canta Piece of my heart y habla francés muy sexy. Todo empezó con una copa de vino, o dos, o tres. O una de grappa y algunos shots de ron. Ya no recuerdo tampoco lo que pasó ese día. Recuerdo que no comía una pizza tan buena desde mi viaje a Europa, bianca y coppa rugula. El día estaba perfecto para comer pizza y tomar vino con la mejor compañía. Nunca había conocido a alguien que conociera la música que a mi me gustaba, o que hablara de los mismos artistas, bandas o películas. Mi gusto era más bien insólito. Después de haberlo visto no más de cinco veces en mi vida y haber hablado tres veces con él, sólo tenía que decir algo para terminar de meterse en mi cabeza por completo: “Audrey Hepburn”. Todo se fue acomodando, cada cosa en su lugar, tragos en la cabeza, copas en la mesa… Entre música, “Devil wears Prada”, “Project X”, y “Breakfast at Tiffany’s” las cosas se fueron acoplando a su manera. Porque más adelante me diría: “¡Ay Sofía!, las cosas no pasan por que sí.” Nunca pensé que me fuera a dar tanto miedo pensar en eso, y nunca pensé que pensará tanto en todo lo que él me decía. En serio quería escuchar lo que me iba a decir. Porque si no era para decirme: “O sea ya, ¿qué es esto?” (refiriéndose a mi mal genio o grosería), era para contarme la historia de la letra helvética, discutir de películas, contarme de arquitectura, canciones, o cualquier otra cosa interesante que supiera o se le viniera a la cabeza.
Él no entendía que cada vez que me miraba, cada vez que se reía, cada vez que bailaba, cocinaba, me mostraba su tumblr, jugaba con mi pelo, cogía mi mano, cada cosa aportaba a que al final las cosas salieran peor de lo que me esperé. Peor que un beso con unos cuantos tragos encima, en una ducha, ropa interior, y un nudo en la cabeza. Después de tratar de evitar todo lo que había pasado, porque fueron varias las ocasiones en las que me vi involucrada en una lucha de ideas, trataba de mentirme a mí misma y repetir mil veces que todo fue un error, que nada pasó y que amaba a mi novio pero, “Sofía, las cosas no pasan porque sí.” Estaba ahí otra vez tratando de mandarme al lado oscuro de las cosas; a lo malo, a sus labios, a su cama, a sus películas, a sus comidas, a su lunar en la punta final del ojo izquierdo, a sus dedos largos, su música, sus converse, sus smile lines del grinch, la letra helvética, el sonidito del carro cuando no se ponía el cinturón, su estilo cliché de mandarme indirectas y su manera “pésima” de cortar papas.